Ahí estaba de nuevo en su lugar preferido, justo a la sombra del
gigantesco flamboyán que se alzaba imponente en el centro del parque de la colonia.
Su nombre era Alitzel, maya para "niña sonriente". Ella misma lo
había contado el primer día de clases, en primero de primaria, cuando la
profesora preguntó el significado de su inusual nombre. Era también
probablemente el nombre más inadecuado que le podrían haber puesto sus padres; en
los 9 años que llevábamos compartiendo salón no recordaba haberla visto sonreír
una sola vez. Su apellido era una incógnita, pues ella explícitamente le pedía
a los profesores que no lo mencionaran. Parecía que estaba leyendo un libro,
refugiándose del despiadado sol de medio día bajo el frondoso árbol. Esa era la
única cosa que sabía de Alitzel, que le encantaba leer.
Lleno de envidia, la observé durante algunos minutos al mismo
tiempo que acababa de pintar la reja del zaguán de la casa, casi en automático,
aunque no fue demasiado tiempo pues el calor no tardó en regresarme a la
realidad. Un calor seco, inclemente, despiadado. Le di un sorbo a mi botella de
agua, aunque en ese momento bien podría haber sido una sopa sumamente insípida,
a juzgar por la temperatura. Aún así la bebí hasta no dejar una gota; hacía ya
2 meses que no llovía y el agua se había convertido en un bien extremadamente
preciado en el pueblo.
Incansable, seguí recorriendo todos los rincones de la reja con la
brocha y avanzando, tal vez más lento que seguro, pero avanzando al fin. O
cuando menos así fue hasta que llegué a los últimos 2 metros de la reja y me
percaté que el bote de pintura estaba completamente vacío. Dejé las cosas
desparramadas frente al zaguán y me dirigí a la tlapalería de Don Rutilio.
Crucé por el parque ya que era la ruta más sombreada de todas,
aunque a las 12 del día y con un cielo completamente despejado poco iba a
servir. Caminé parsimonioso, tratando de prolongar mi descanso lo más posible
mientras veía las ya moribundas y sedientas plantas del parque. La única planta
que se veía como debía era el titánico flamboyán: el vaivén de sus flores rojo
anaranjadas al compás del muy escaso viento que corría por sus ramas daba la
impresión de que el árbol estaba siendo consumido por un fuego inusualmente
afable. Justo cuando caminaba junto al árbol, me apresuré a lanzar una mirada
furtiva a la chica que leía a su sombra. Era tal su concentración que bien
podrían haber sonado las trompetas que anunciaban el apocalipsis en ese preciso
momento y en ese preciso lugar y ella no habría osado apartar su mirada de
"El Principito" ni por un solo segundo. Me tomé un momento para
envidiarla un poco más y proseguí mi camino a la tlapalería.
Llegué sin mayor problema a esta y saludé a Don Rutilio. Este me
devolvió un desganado gesto con la mano que ni siquiera se podría haber
catalogado como un saludo. Le pedí un bote pequeño de pintura azul y este me
informó que solo había botes grande, así que tenía dos opciones: regresar a
casa con las manos vacías y dejar la reja a medio pintar o llevar un bote
excesivamente grande de pintura pero acabando el trabajo al fin. El pensamiento
de regresar sin nada después de tan apoteósica caminata me pareció inaceptable,
así que le pedí el bote de pintura a Don Rutilio y resultó que este no estaba
mintiendo: el bote era descomunal. Tambaleándome logré sacar el bote de la
tlapalería y así lo llevé a lo largo de las calles, donde seguramente me
convertí en un espectáculo bastante peculiar para los transeúntes.
Llegué al parque y cuando alcancé el flamboyán mis brazos ya no
aguantaban más, así que dejé el bote a
un lado del camino y me tiré exhausto a la sombra del árbol. Cerré los ojos y fijé
toda mi atención a los vibrantes cánticos que los pajarillos que habían adoptado
aquel magnifico árbol como condominio de lujo me brindaban, en gran parte para
desviar mi atención al insoportable dolor que sentían mis brazos. No sé cuánto
tiempo estuve ahí escuchando las erráticas sinfonías de los emplumados
inquilinos, pudieron haber sido segundos o pudieron haber sido siglos, pero
cuando por fin recuperé la compostura abrí los ojos solo para ser recibido por
unos grandes ojos cafés observándome con curiosidad.
-Estás en mi lugar -dijo una voz que me resultó familiar pero extraña
a la vez.
-Lo siento... Alitzel, ¿verdad?. Me tiré en el primer lugar con
sombra que econ-
-Estás en mi lugar -reafirmó tajante, interrumpiendo mi intento de
excusa.
De repente el orgullo decidió intervenir en la discusión:
-Disculpa, no estaba enterado de que se podían apartar lugares en
este parque -dije, un tanto irritado.
Su expresión confundida me indicó que no esperaba una respuesta de
ese tipo, y después de un rato solo respondió resignada: -Esta bien, puedo
compartirlo, pero ten más cuidado la próxima vez.
-¿Gracias? -respondí, auténticamente sorprendido.
Todo se sumió en un silencio absoluto, hasta los pájaros que hacía
meros segundos cantaban tan alegremente. Ella solo se limitó a sentarse junto a
mí, mientras sacaba su libro y se disponía a leer nuevamente.
-El Principito. ¿Te está gustando? -le pregunté, en parte para
romper el incomodísimo silencio y en parte por sincera curiosidad.
-Sí, mucho. Es mi libro favorito de hecho. Lo leo cuando no tengo
nada más que leer -replicó.
-Nunca lo he leído, ni siquiera sé de qué se trata -respondí un
tanto apenado.
-Te lo podría prestar cuando lo acabe -dijo, con una voz honesta-
Estoy seguro que te gustará. Todos los que lo han leído me lo han dicho.
-Me parece perfecto -dije, con una sonrisa- Muchas gracias.
-¿Te falta mucho para acabar de pintar la reja? -preguntó, dejando
a un lado su libro y volteándome a ver.
-No demasiado, pero se me acabó la pintura y tuve que ir a comprar
otro bote. Aunque me parece que no lo pensé muy bien. -respondí con extrema
sinceridad mientras volteaba a ver el desmesurado bote.
-Me parece que no, pero por lo menos ya estás por llegar -musitó,
mientras dirigía una mirada calculadora al zaguán.
-Si, debería de volver a mi casa y acabar la reja. Tengo que terminarla
hoy, se lo prometí a mi madre. Aunque estoy agotado, daría lo que fuera por
acabarla mañana -le confesé mientras miraba directamente sus grandes ojos cafés.
-Sí, deberías. Y a decir verdad, yo no creo que la lluvia te
permita acabar de pintar la reja hoy, así que no me preocuparía si fuera tú
-dijo con serenidad.
-¿Lluvia? -pregunté totalmente desconcertado -Hace más de 2 meses
que no llueve y el cielo está completamente
despejado. No creo que llueva hoy.
-Te equivocas. Hoy va a llover -respondió de nuevo, llena de
seguridad.
-¿Cómo puedes saber que hoy va a llover? -pregunté un poco
irritado pues me parecía que solo estaba buscando jugar conmigo.
-Es solo una corazonada -respondió, mientras en su boca se
dibujaba una gran sonrisa. La primera que jamás le había visto.
No habían pasado ni 5 segundos cuando sentí una ráfaga de viento
helado soplar sobre mi nuca, y cuando voltee en esa dirección me recibió un
retrato inesperado: un manto gigantesco de nubes grises que parecía estaban compitiendo
para ver cual llegaba primero a nuestra ubicación. Me quedé paralizado viendo
esta carrera atmosférica, iguales partes maravillado e hipnotizado. Solo hasta
que la primera gota de lluvia cayó sobre mi mejilla pude despertarme de ese
sueño etéreo.
-Nos vemos luego- se despidió mientras se levantaba presurosa.
Miles de pensamientos cruzaron por mi mente, pero uno resaltó
sobre de todos.
-Alitzel, ¿cuál es tu apellido? -pregunté con prisa, al momento
que ella se echaba a correr en dirección opuesta a la mía, seguro de que no iba
a responderme.
-Cháak -gritó mientras huía hacía donde fuera que estuviera yendo.
¿Cháak? No tenía ni la más mínima idea de lo que eso significara,
pero ya no tuve oportunidad de preguntarle nada, se había esfumado.
Súbitamente, la lluvia comenzó a caer con una fuerza que jamás
había visto antes, así que olvidé el bote de pintura junto al flamboyán y
corrí hacía mi casa a toda velocidad.
Crucé el zaguán a saltos y atravesé la puerta. Estaba empapado pero no tenía
tiempo de secarme. Entré al estudio y mis ojos se fijaron el librero. Me
acerqué a él, recorrí los lomos de los libros con premura y al cabo de 10
segundos encontré lo que estaba buscando: un diccionario maya-español. Abrí el
diccionario en la letra C, y por fin, después de lo que me pareció una
eternidad llegué a la palabra que tenía tatuada en la mente. En ese momento
leí, al mismo tiempo que una sonrisa se dibujaba en mis propios labios:
CHÁAK: Lluvia.