martes, 22 de abril de 2014

Cluttered.


------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Sus pasos resuenan a través del pasillo sin fin, con el estruendo peculiar que lo caracterizaba, acompañados por el rítmico sonido del hermoso reloj de pulso recubierto en oro que llevaba consigo. Súbitamente, los pasos se detienen.

¿La razón? Una puerta.

La puerta podría haber sido cualquier puerta que se pudieran imaginar: blanca con pintorescas grecas en color azul marino y rojo o una gran puerta de roble embarnizada con detalles gravados en la madera por manos con un pulso que hasta el más habilidoso cirujano envidiaría o quizá una fría y áspera puerta de metal sin ningún tipo de detalle, esperando a la persona que fuera a cruzarle, casi retándola.

El hombre piensa en entrar al cuarto, sin saber que le espera dentro, pero sin sentir inquietud alguna por este hecho. Sabe dentro de si qué no hay ningún peligro detrás de esa puerta, y aún así duda durante un momento si debe o no atravesarla.

Cuando por fin decide cruzar el umbral es recibido por lo que parece ser un gigantesco cuarto, lleno de anaqueles, estantes, libreros, roperos, closets, cajones y alacenas, apiladas todo de una forma que prácticamente no permitiría a nadie pasar entre ellos. Sobre estos se encuentran todo tipo de cosas: televisiones rotas, libros empolvados, trofeos oxidados, placas conmemorativas opacas, camisas roídas por algún animal que allí habitase y a lo lejos alcanzó a divisar incluso lo que parecía ser un tigre disecado en una pose muy amenazadora.

Durante unos cuantos minutos, que bien podrían haber sido días, el hombre analiza el contenido del cuarto, tratando de encontrar lo que había venido a buscar, pero finalmente, sin un resultado positivo.

El hombre da entonces media vuelta para cruzar la puerta de regreso y se da cuenta de que la pared ya no se encuentra allí. En vez de esto, es recibido por la escena anteriormente descrita: cosas apiladas sobre más cosas, hasta donde el ojo alcanza a ver.

El hombre solamente se encoge de hombros y se sienta en una mecedora a la que le falta un descansabrazos, para analizar  las opciones que ahora tenía.

Después de un tiempo, el hombre decide levantarse y decide hacer la única cosa que un ser humano racional y coherente haría en esa situación: Ordenar el cuarto y así tratar de buscar la pared perdida y, con un poco de suerte, el objeto que lo arrastró hasta aquí en primer lugar.

Y así, el hombre fue apilando cosas, separadas por innumerables categorías y así, poco a poco limpiando el desorden a su alrededor.

Uno bien pensaría que al cabo de un rato el hombre estaría harto de esta tediosa tarea, pero extrañamente, parecía ser lo contrario: el hombre organizaba y limpiaba cada vez con mayor eficiencia, aparentemente alimentado solamente por la voluntad que tenía de encontrar lo que había venido a buscar.

Zapatos, audífonos, clavos, paraguas; nada tenía trato preferencial y eran arrojados por igual en el lugar a donde pertenecían y sin ningún rastro de remordimiento.

El ordenado torbellino fue así expandiéndose a lo largo de todo el cuarto, sin piedad, llevándose todo a su paso, quien sabe durante cuanto tiempo: horas, días, años o siglos enteros.

Finalmente, el hombre terminó su tarea, y el preciado objeto seguía sin aparecer.

El hombre consideró sus opciones, y eligió de nuevo la más coherente: revisar todas las cosas que ya había ordenado con anterioridad, pues seguramente, en su apresuramiento, había sin duda pasado por alto lo que estaba buscando.

Y así pues, el hombre fue analizando uno a uno todos los objetos.

Uno tras otro, los objetos pasaban por sus manos, pero ninguno era el que el quería. Este singular ciclo se repitió una y otra y otra vez, durante una infinidad de veces, y una vez más, hasta que el hombre se dio cuenta que el preciado objeto no iba a aparecer.

La ira fue invadiendo la mente del hombre, como una horda de bárbaros atravesando un país pacífico,  y en súbito ataque de locura, desesperación, frustración e impotencia el hombre lanzó el objeto que tenía en la mano en ese momento, una botella, hasta donde su fuerza se lo permitió.

La reacción en cadena fue casi instantánea: el hombre fue arrasando con su propia obra: todas las ahora ordenadas torres de objetos fueron cayendo, una a una, para dar lugar a una verdadera maraña de cosas que no tenían ni pies ni cabeza.

El ataque de ira no terminó hasta que el hombre estuvo seguro que ya no había ninguna torre en pié, y exhausto, se postró en la misma mecedora en la qué se había sentado por primera vez, en un escenario muy similar al de la primera vez.

El hombre intentó pensar en una solución para su problema, pero era interrumpido cada segundo por el tic y por el tac del reloj de oro que milagrosamente aún llevaba consigo. Harto, el hombre lanzó el reloj con todas sus fuerzas hacia el suelo, instantáneamente haciendo añicos la carátula, y dejándolo inservible para siempre.

Después de esto, el hombre perdió la motivación de hacer cualquier cosa, y simplemente se desplomó sobre la mecedora y no se movió de ahí jamás, sin importar lo incómoda que esta fuese. La miseria que sintió el hombre fue tal que este eventualmente dejó de existir, desapareciendo, cual fantasma, del cuarto y de la realidad.

El cuarto permaneció sumido en un silencio total ya sin la presencia del hombre. El insoportable silenció duró hasta que el chirrido que harían unas bisagras viejas al abrirse decidió romperlo.

Un hombre diferente había entrado al cuarto.

El hombre observó prácticamente la misma escena que el hombre antes de él: los mismos anaqueles, estantes, closets. Las mismas televisiones, libros y hasta el mismo tigre amenazador. Todo, con excepción de un objeto que se encontraba directamente enfrente de él: un pequeño reloj de pulso recubierto en oro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario