viernes, 11 de septiembre de 2015

Sonrisa


Ahí estaba de nuevo en su lugar preferido, justo a la sombra del gigantesco flamboyán que se alzaba imponente en el centro del parque de la colonia. Su nombre era Alitzel, maya para "niña sonriente". Ella misma lo había contado el primer día de clases, en primero de primaria, cuando la profesora preguntó el significado de su inusual nombre. Era también probablemente el nombre más inadecuado que le podrían haber puesto sus padres; en los 9 años que llevábamos compartiendo salón no recordaba haberla visto sonreír una sola vez. Su apellido era una incógnita, pues ella explícitamente le pedía a los profesores que no lo mencionaran. Parecía que estaba leyendo un libro, refugiándose del despiadado sol de medio día bajo el frondoso árbol. Esa era la única cosa que sabía de Alitzel, que le encantaba leer.

Lleno de envidia, la observé durante algunos minutos al mismo tiempo que acababa de pintar la reja del zaguán de la casa, casi en automático, aunque no fue demasiado tiempo pues el calor no tardó en regresarme a la realidad. Un calor seco, inclemente, despiadado. Le di un sorbo a mi botella de agua, aunque en ese momento bien podría haber sido una sopa sumamente insípida, a juzgar por la temperatura. Aún así la bebí hasta no dejar una gota; hacía ya 2 meses que no llovía y el agua se había convertido en un bien extremadamente preciado en el pueblo.

Incansable, seguí recorriendo todos los rincones de la reja con la brocha y avanzando, tal vez más lento que seguro, pero avanzando al fin. O cuando menos así fue hasta que llegué a los últimos 2 metros de la reja y me percaté que el bote de pintura estaba completamente vacío. Dejé las cosas desparramadas frente al zaguán y me dirigí a la tlapalería de Don Rutilio.

Crucé por el parque ya que era la ruta más sombreada de todas, aunque a las 12 del día y con un cielo completamente despejado poco iba a servir. Caminé parsimonioso, tratando de prolongar mi descanso lo más posible mientras veía las ya moribundas y sedientas plantas del parque. La única planta que se veía como debía era el titánico flamboyán: el vaivén de sus flores rojo anaranjadas al compás del muy escaso viento que corría por sus ramas daba la impresión de que el árbol estaba siendo consumido por un fuego inusualmente afable. Justo cuando caminaba junto al árbol, me apresuré a lanzar una mirada furtiva a la chica que leía a su sombra. Era tal su concentración que bien podrían haber sonado las trompetas que anunciaban el apocalipsis en ese preciso momento y en ese preciso lugar y ella no habría osado apartar su mirada de "El Principito" ni por un solo segundo. Me tomé un momento para envidiarla un poco más y proseguí mi camino a la tlapalería.

Llegué sin mayor problema a esta y saludé a Don Rutilio. Este me devolvió un desganado gesto con la mano que ni siquiera se podría haber catalogado como un saludo. Le pedí un bote pequeño de pintura azul y este me informó que solo había botes grande, así que tenía dos opciones: regresar a casa con las manos vacías y dejar la reja a medio pintar o llevar un bote excesivamente grande de pintura pero acabando el trabajo al fin. El pensamiento de regresar sin nada después de tan apoteósica caminata me pareció inaceptable, así que le pedí el bote de pintura a Don Rutilio y resultó que este no estaba mintiendo: el bote era descomunal. Tambaleándome logré sacar el bote de la tlapalería y así lo llevé a lo largo de las calles, donde seguramente me convertí en un espectáculo bastante peculiar para los transeúntes.

Llegué al parque y cuando alcancé el flamboyán mis brazos ya no aguantaban  más, así que dejé el bote a un lado del camino y me tiré exhausto a la sombra del árbol. Cerré los ojos y fijé toda mi atención a los vibrantes cánticos que los pajarillos que habían adoptado aquel magnifico árbol como condominio de lujo me brindaban, en gran parte para desviar mi atención al insoportable dolor que sentían mis brazos. No sé cuánto tiempo estuve ahí escuchando las erráticas sinfonías de los emplumados inquilinos, pudieron haber sido segundos o pudieron haber sido siglos, pero cuando por fin recuperé la compostura abrí los ojos solo para ser recibido por unos grandes ojos cafés observándome con curiosidad.

-Estás en mi lugar -dijo una voz que me resultó familiar pero extraña a la vez.
-Lo siento... Alitzel, ¿verdad?. Me tiré en el primer lugar con sombra que econ-
-Estás en mi lugar -reafirmó tajante, interrumpiendo mi intento de excusa.
De repente el orgullo decidió intervenir en la discusión:
-Disculpa, no estaba enterado de que se podían apartar lugares en este parque -dije, un tanto irritado.
Su expresión confundida me indicó que no esperaba una respuesta de ese tipo, y después de un rato solo respondió resignada: -Esta bien, puedo compartirlo, pero ten más cuidado la próxima vez.
-¿Gracias? -respondí, auténticamente sorprendido.
Todo se sumió en un silencio absoluto, hasta los pájaros que hacía meros segundos cantaban tan alegremente. Ella solo se limitó a sentarse junto a mí, mientras sacaba su libro y se disponía a leer nuevamente.
-El Principito. ¿Te está gustando? -le pregunté, en parte para romper el incomodísimo silencio y en parte por sincera curiosidad.
-Sí, mucho. Es mi libro favorito de hecho. Lo leo cuando no tengo nada más que leer -replicó.
-Nunca lo he leído, ni siquiera sé de qué se trata -respondí un tanto apenado.
-Te lo podría prestar cuando lo acabe -dijo, con una voz honesta- Estoy seguro que te gustará. Todos los que lo han leído me lo han dicho.
-Me parece perfecto -dije, con una sonrisa- Muchas gracias.
-¿Te falta mucho para acabar de pintar la reja? -preguntó, dejando a un lado su libro y volteándome a ver.
-No demasiado, pero se me acabó la pintura y tuve que ir a comprar otro bote. Aunque me parece que no lo pensé muy bien. -respondí con extrema sinceridad mientras volteaba a ver el desmesurado bote.
-Me parece que no, pero por lo menos ya estás por llegar -musitó, mientras dirigía una mirada calculadora al zaguán.
-Si, debería de volver a mi casa y acabar la reja. Tengo que terminarla hoy, se lo prometí a mi madre. Aunque estoy agotado, daría lo que fuera por acabarla mañana -le confesé mientras miraba directamente sus grandes ojos cafés.
-Sí, deberías. Y a decir verdad, yo no creo que la lluvia te permita acabar de pintar la reja hoy, así que no me preocuparía si fuera tú -dijo con serenidad.
-¿Lluvia? -pregunté totalmente desconcertado -Hace más de 2 meses que  no llueve y el cielo está completamente despejado. No creo que llueva hoy.
-Te equivocas. Hoy va a llover -respondió de nuevo, llena de seguridad.
-¿Cómo puedes saber que hoy va a llover? -pregunté un poco irritado pues me parecía que solo estaba buscando jugar conmigo.
-Es solo una corazonada -respondió, mientras en su boca se dibujaba una gran sonrisa. La primera que jamás le había visto.
No habían pasado ni 5 segundos cuando sentí una ráfaga de viento helado soplar sobre mi nuca, y cuando voltee en esa dirección me recibió un retrato inesperado: un manto gigantesco de nubes grises que parecía estaban compitiendo para ver cual llegaba primero a nuestra ubicación. Me quedé paralizado viendo esta carrera atmosférica, iguales partes maravillado e hipnotizado. Solo hasta que la primera gota de lluvia cayó sobre mi mejilla pude despertarme de ese sueño etéreo.
-Nos vemos luego- se despidió mientras se levantaba presurosa.
Miles de pensamientos cruzaron por mi mente, pero uno resaltó sobre de todos.
-Alitzel, ¿cuál es tu apellido? -pregunté con prisa, al momento que ella se echaba a correr en dirección opuesta a la mía, seguro de que no iba a responderme.
-Cháak -gritó mientras huía hacía donde fuera que estuviera yendo.
¿Cháak? No tenía ni la más mínima idea de lo que eso significara, pero ya no tuve oportunidad de preguntarle nada, se había esfumado.

Súbitamente, la lluvia comenzó a caer con una fuerza que jamás había visto antes, así que olvidé el bote de pintura junto al flamboyán y corrí  hacía mi casa a toda velocidad. Crucé el zaguán a saltos y atravesé la puerta. Estaba empapado pero no tenía tiempo de secarme. Entré al estudio y mis ojos se fijaron el librero. Me acerqué a él, recorrí los lomos de los libros con premura y al cabo de 10 segundos encontré lo que estaba buscando: un diccionario maya-español. Abrí el diccionario en la letra C, y por fin, después de lo que me pareció una eternidad llegué a la palabra que tenía tatuada en la mente. En ese momento leí, al mismo tiempo que una sonrisa se dibujaba en mis propios labios:


CHÁAK: Lluvia.

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